miércoles, 14 de noviembre de 2012


Tomado del Boletín UN Investiga

Juan de Amor (John Carlin)

La inevitable consecuencia del genocidio de Ruanda de 1994, en el que un millón de personas murieron en cien días, casi todos a machetazos, fue un océano de huérfanos. Muchos de ellos perdieron no solo a sus padres, o a sus abuelos y abuelas, o a sus tíos y tías; no quedó vivo ni un vecino, ni un adulto amigo que los pudiera cuidar. Y lo que pasó de la noche a la mañana en este pequeño y extremadamente pobre país centroafricano fue que niños y niñas de 10, 11, 12 años se convirtieron en mamás y papás, obligados a dar de comer, dar cobijo, dar educación y dar consuelo y amor a dos, tres, cuatro hermanitos pequeños. Y no solo durante unos días, o semanas, o meses; durante años.
Cuando fui a Ruanda en 2001 descubrí que solo en Kigali, la capital, aún había al menos 800 de estas familias huérfanas. Se podía suponer que en el resto del país había miles más. Conocí, entre otros, a Jane Murekatete, que había criado a sus cinco hermanos por sí sola desde los 11 años, desde el día en que las milicias exterminadoras entraron en su casa y despedazaron a sus padres. Jane había tenido que ejercer no solo de cabeza de familia sino de psicóloga. Las noches, me contó, eran lo peor. Los pequeños tenían constantes pesadillas, chillaban que llegaban una vez más los asesinos, lloraban llamando a sus padres y sus madres, a los que nunca pudieron enterrar.
Me acordé de todo esto la semana pasada durante un conversatorio en el que participé en la Alcaldía de Bogotá. Una señora me contó con dolor y rabia de la herencia de miles y miles de niños traumatizados que había dejado la guerra aquí en Colombia. Si entendí bien a la señora, el mensaje que me transmitió fue “¿cómo vamos a perdonar a la gente que nos hizo esto?”
Yo le contesté que no veía mejor motivo para apoyar las negociaciones de paz y optar por el camino de la reconciliación que el futuro de los niños. Con toda seguridad habría que pagar un precio, el precio terrible para muchas víctimas de que no se haga completa y perfecta justicia, pero a cambio lo que se ganaría sería la tranquilidad de saber que las generaciones futuras se criarían en un país en paz y no en el trauma, en el horror y en la cultura del ojo por ojo.
Sabía mucho de esto un señor que conocí en Ruanda con el romántico nombre de Jean D’Amour (Juan de Amor). Había creado una asociación para ayudar a Jane Murekatete y a sus hermanos, y a todas las demás familias infantiles de su país. Él mismo encabezaba un hogar de 15 huérfanos, de distintos padres, a los que cuidaba desde que tenía 15 años, la edad que tuvo cuando ocurrió el genocidio.
Ahora tenía 22. Era un joven de aire melancólico. Sus padres también habían sido asesinados en el genocidio. Como escribí en El País en aquel momento, quién sabía cuánto sufrimiento escondía su rostro, cuánta ira y odio había tenido que reprimir. Sin embargo, tenía claro cuál era el camino a seguir; la razón había vencido a sus impulsos. “La única esperanza que tenemos”, me dijo Juan de Amor, “es no obsesionarnos con el pasado, porque eso no servirá para nada, nos volverá locos. La única esperanza es mirar hacia el futuro, ver qué podemos hacer para salir de esta situación”.

John Carlin
Escritor y periodista británico